domingo, 1 de agosto de 2010

Enrique heredó la empresa de su padre. Así lo quiso. Aunque apenas lo veía, cuando llegaba de viaje, siempre le traía algún regalo de los países que visitaba. Le contaba de los lugares que había visto y de los idiomas que se hablaban. Cuando su padre habló de retirarse, Enrique estaba decido en convertirse su aprendiz. Su madre le sugirió que desistiera de esa idea, por los peligros, pero fue inútil. Al poco tiempo, Enrique tuvo que aprender sobre todos los artistas de la historia, sus contextos y sus técnicas, pero más importante aun, el valor neto de las obras de arte. No fue difícil para él, convertirse rápidamente en el traficante de arte mas hábil del mundo.

Todo esto lo sé porque llevo investigando la vida de Enrique hace doce años. Al principio mis métodos de investigación eran los tradicionales: buscando sus archivos de ciudadano, haciendo preguntas, siguiéndolo de vez en cuando. Así, no llegué a ningún lado. Entonces me di cuenta que tendría que trabajar desde adentro. Al menos, sabía que pronto se haría la venta de una obra de arte que rompería los estándares en costo. De la obras vendidas al precio más alto en la historia. Ahora, solo falta averiguar de qué pieza se trata y quién es el cliente.

Nora yacía en la cama, hacía frío. Recordaba la primera vez que había entrado ahí. En mayo, había llovido. Vino con Enrique a pie, se acababan de conocer en la barra dos cuadras más abajo. Ella sabía que él estaría ahí. Entraron por la gran boca de acero de un edificio ultramoderno, con paredes de mármol y cristal. El elevador los llevó hasta el último piso y entraron por la única puerta. Adentro todo era blanco y apenas habían muebles. A diferencia de la ropa y el pelo de Enrique, en el apartamento todo estaba impecable. Solo había un cuadro en la pared, una cama en el piso y cinco libros. Ahora ella estaba acostada en la cama mirando el reflejo de las luces de los edificios vecinos, como tantas otras veces.

(Enrique se sentía abrumado por la cosas, los objetos, las memorias. Por eso ahora prefería una ambiente más minimal. La casa en que creció siempre estuvo llena de objetos y palabras. Su madre era coleccionista, de todo. Tenía una colección de monedas, de cofres de madera, de flores prensadas, de libros con ilustraciones, de figurillas de dinosaurios, de camafeos con perfiles mirando a la derecha, de manuales de operación de aviones, de telas con patrón de lirios, de termómetros, de instrumentos extraños, de máscaras africanas y, por último, su recién adquirida afición por las boas de pluma. Todo esto inundaba los cuartos de polvo, hongos y un olor que solo se huele en estos tipos de casa.)

Sonó el celular.
- Nora, mi amor, creo que llegaré más tarde de lo que pensaba. Con esta gente es difícil negociar.
- No te preocupes. Yo ya me iba a dormir como quiera. Buenas noches.
- Adiós.

Nora se puso en marcha. Tomó el bulto con sus escasas pertenencias que había en el apartamento. Tomó el maletín. Se acercó a la pared y se detuvo. Observó su cara: el retrato del Dr. Gachet. Van Gogh. La metió en el maletín y se dirigió a la puerta. En una hora se encontraría con ellos en un restaurante llamado Portobello. Allí, pareciendo un cena de amantes, se intercambiarían maletines y comenzaría la nueva vida de Nora. En la madrugada salía su avión para Brasil. Yo no sabía nada.


Epílogo
Enrique llegó ilusionado a una casa vacía, impecable.

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