lunes, 22 de marzo de 2010

De cómo los humanos llegaron a conocer el sonido

Era un tiempo inaudible. Era un tiempo mudo. El goce del sonido, de la voz y de la música estaba reservado solo para los dioses que habitaban en el Ora. En la tierra, los humanos no podían emitir ruido alguno, ni tampoco escucharlo. En la tierra no existía vibración.
El dios Zun, el de la voz hermosa, acostumbraba a descender a la tierra disfrazado de mendigo. Así podía observar a quien quisiera y pasar desapercibido. Una tarde vio a una joven que cargaba con un saco de frutas. Era la mujer más hermosa que había visto. Cuando pasó frente al mendigo se detuvo y le obsequió una fruta. El dios trató de hablarle, pero ella, al no escucharlo, siguió caminando sin notarlo.
Al volver al Ora, el dios Zun no pudo parar de pensar en la belleza de la joven que había visto. Pensó que si su imagen eran tan hermosa y su bondad tan desinteresada, su voz sería la más dulce y plácida y digna de ser escuchada por todos, incluso en la tierra.
Al próximo día, disfrazado de mendigo, el dios Zun otorgó a los humanos la capacidad de entender el sonido y de crearlo, con la condición de que comprendieran también el silencio. Llamó a la joven de las frutas para por fin escuchar su voz, pero todos los humanos respondieron a la vez, y sus voces fueron escuchadas como una sola.

La interrupción

Una llamada telefónica lo despertó a las 2:42 de la madrugada. Era su padre.
- ¿Hello?
- Chico, qué bueno que contestas. Es que tuve un problema… y a ver… si me ayudas. Es que, mano, se me quedó el carro, ¿me puedes buscar?
Entonces, el silencio de un párpado.
- Eh… ¿en dónde es que tú estás?
- Hijo, no importa ahora. Mira, coge las llaves del Accord, hay unas en la gaveta a la derecha de la estufa, dentro de una ziploc.
- Ok… Papi, dame un break pa’ despertarme. Te llamo ahora.

Su padre
Era un pediatra respetado. Su trato coloquial y simpático con los niños pacientes agradaba a los padres. Siempre decía algún chiste o comentaba sobre algo impresionante y positivo que había descubierto.
"Oye, fíjate lo que son las cosas, el otro día leí una noticia de una vaca en Escandinavia que salvó a una familia de un incendio en su casa. Parece que ella olió algo, no sé, y empezó a mugir, y correr y pataletear hasta que despertó la familia, y juá, se dieron cuenta y pa’ fuera se ha dicho. Lo que son las cosas…"
Algunos se reían con sus historias, otros simplemente querían ser atendidos.
Tenía tres oficinas. Las hordas de niños enfermos inundaban las salas de espera, pero había diseñado un eficiente sistema de citas donde nadie esperaba más de dos horas para ser atendido. Era muy meticuloso.
Además de ser reconocido por su práctica, era un intelectual afamado. Entre sus ensayos más destacados se encontraban “Psicosis infantil en el siglo XXI: autismo precoz y esquizofrenia infantil” y “Delirio del infante: agentes catalíticos”. Su pasión no era escribir, pero la gratificación de ser citado y aplaudido lo llenaba como nada más lo lograba.

- ¿Hello? ¿Dónde carajo tú estás? Ya estoy saliendo de casa.
- Ajá, mira, estoy en Condado, en la calle Atlantic Place, tú sabes, esa que tiene el caminito para la playa. Estoy en frente a una casa amarilla en la esquina.
- Ok, estoy yendo pa’ lla. Yo no sé cómo mami no se despertó con el alboroto que hizo Moti cuando me iba.

Moti
Era una ruidosa perrita maltés blanca de dos años y medio. Su padre se la había regalado a su madre en su aniversario número veinte. Durante una cena especial (habían dejado al menor con la tía, él en cambio ya era grande, estaba en casa de unos amigos) su padre había revelado el secreto que estaba guardando en un kennel forrado de toallas.Su madre, que ya se esperaba el obsequio, saltó a los brazos de su esposo y se abrazaron. Esto no era frecuente, pero lo fue esa noche.
Por un tiempo Moti fue el tema principal de la casa. La bañaban al menos una vez en semana, y una vez al mes la llevaban al grooming donde le ponían unossimpáticos lazos rosas en las orejas, para que pareciera que tenía dos moñitos. La familia se turnaba para servirle la comida, pero de todos modos, todos formaban parte de esta actividad a la misma vez. El menor buscaba el plato, su madre buscaba la bolsa de comida seca, él la echaba y su hermano menor devolvía el plato al área de comida. Su padre observaba con el rabo del ojo a la misma vez que veía las noticias en el televisor. Había explotado la refinería Gulf en Cataño. Todos se arremolinaron en la sala para presenciar el suceso.

Bajó las ventanas. Hacía el frío que hace a las tres de la mañana. El túnel Minillas estaba casi vacío. Su mente se sentía como el vaivén del patrón de las losas ondulantes, nauseabundo. No recordaba la última vez que había estado tan ansioso. Hace algunos años las cosas habían dejado de emocionarlo. Aunque no le sorprendía que su padre estuviese metido en el algún lío (otras veces llegaba muy tarde, podía oír las peleas atragantadas por la pared) no podía creer que ahora, por fin, supiera dónde estaba. De ahora en adelante, mentía.

Él
Ya mismo terminaba la escuela secundaria. Cursaba su año senior en un colegio católico del área metropolitana. Tenía muy buenas notas y pertenecía a varios clubes: al Modelo de las Naciones Unidas, al National Honor Society, y al Chess Club. Era muy aplicado. A pesar de estar entre los cinco mejores promedios de la clase, tenía una novia. La más guapa. Su nombre era Ana María. Sus padres no la dejaban salir mucho, así que se veían principalmente en la escuela, y ocasionalmente iban al cine o a alguna fiesta familiar. El,sin embargo, podía hacer más o menos lo que quisiera. Se iba de camping con sus amigos a Culebra, le prestaban el carro para ir a San Juan los fines de semana y no era un secreto que bebía y fumaba. Sus padres estaban muy complacidos con su desempeño, ahora estaba en una etapa medio rebelde, pero pronto podría involucrarse plenamente en el mundo que lo llamaba: la medicina. Últimamente, las indirectas de su padre se habían materializado. Había mandado que su secretaria le imprimiera todo lo necesario para solicitar a su Alma Mater, Fordham University, The Jesuit University of New York. No le molestaba tanto porque estaba indeciso de todos modos, y porque muy probablemente Ana María iría a estudiar a New York también.

Antes de la repostería Kasalta, doblo a la izquierda. Sus manos sudaban ante el guía de cuero. Prendió el aire y extendió la palma frente al viento helado. Se detuvo frente a donde su padre le había indicado. Era la casa más amarilla que se veía, aunque a la luz de los postes podía ser cualquiera. El número estaba hecho en mosaico: 1031.
Un poco más adelante estaba su padre sentado en el borde de la acerca con las manos en la frente y la vista hacia el piso. Tan pronto oyó el carro se puso de pie, frotó sus manos nerviosamente contra los mahones, luego aplanó su cabello hacia donde fluye, hacia la derecha y se acercó al carro. Se montó. Resopló nervioso. No estaba acostumbrado a estar sentado en el asiento del pasajero.


- Hola, muchacho. Gracias por buscarme.
- Mhm…
- Y a estas horas, tú sabes.
Él no dijo nada. La fura le corría por la espina dorsal y explotaba en sus dedos, en la punta de sus dedos.
Todo su cuerpo ardía. Sintió el impulso de apretar el acelerador y que todo avanzara. Pensó en la cara que pondría su padre ante la inminencia del choque. Sonrió.
- No le digas nada a mami, déjame bregar con esto, ok?

Su madre
Actualmente se ocupaba del departamento de Recursos Humanos en una compañía de publicidad con sedes en San Juan, Miami y Texas. De vez en cuando tenía que viajar por cosas relacionadas al trabajo, pero no le molestaba. Por el matrimonio y la vida familiar, extrañaba poder pasar unas horas de la noche sola. Le gustaba tirarse de espaldas y mirar al techo, nunca era lo mismo en un sofá. Y los hoteles siempre tienen jabones miniatura empacados individualmente.
Era cariñosa y organizada. Tenía dos hijos, de los cuales tenía fotos en su wallet. No se las imponía a nadie, pero le gustaba verlas por pocos segundos, en lo que el cajero hace la transacción con la tarjeta de crédito que va a pagar. Hace algunos años las cosas habían dejado de emocionarla. No estaba en edad de enamorarse, su trabajo se divisaba como permanentísimo y estable, sus compañeros de trabajo eran agradables y tenían un pequeño espacio comunal donde calentaba su comida en el microondas y conversaba de cualquier cosa. Sin embargo, ya mismo le tocaba a los hijos irse de la casa, continuar con sus vidas, su rol de madre se estaba volviendo obsoleto. Tenía un poco de miedo. Para desviar sus inquietudes, se había matriculado en clases de vitrales los sábados por la mañana, y luego de gastarse un dineral en el cautín, el regulador, el stand para el cautín, los vidrios, el cortador de vidrios, la pulidora, las gafas y los libros, se sentía a gusto con el nuevo grupo de personas que había conocido. A veces alguien llevaba un bizcocho o un flan para monótonamente celebrarle el cumpleaños a algún compañero. No se figuraba ni un fósforo en todo el taller, hasta que llegó ella, que de vez en cuando fumaba.

Cuando llegaron a la casa el televisor estaba prendido, pero no se escuchaba ni un sonido. Él se bajó primero y subió a su cuarto por las escaleras que ignoran el resto de la casa. Su padre se bajó unos minutos después. Cuando entró, el televisor ya estaba apagado y su esposa se estaba tomando un vaso de agua en la cocina. Ella subió y cerró la puerta del cuarto con seguro. Su padre se sentó en el sofá, como siempre. Prendió el televisor. Todavía la Gulf daba de qué hablar. En el cuarto adyacente se daba la reacción química que acabaría con todo. El fuego que habían olvidado, estallaría nuevamente